Charqui de caballo
- Felipe Fontana
- Dec 19, 2020
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Hace un rato que he estado tratando de comer exclusivamente plantas. Por lo general no he tenido problemas, pero sí hay una cosa que extraño mucho: el charqui de caballo. No es por el sabor (que no está tan mal), sino porque odio a los caballos. Se les ennoblece demasiado, los han hecho un símbolo romántico, pero la verdad es que son unos idiotas. Comerlos en represalia es el acto máximo de superioridad sobre ellos.
Tengo mis motivos. Cuando era un niño, estábamos en una granja con mi familia durante algún paseo, y un caballo se me acercó y me mordió el pelo. Años después, en una cabalgata con unos amigos, mi caballo se alteró por algún motivo y empezó un frenético galope entre los árboles. Una rama baja me atajó y el golpe me tiró al piso. Estaba aterrado. De niño, un caballo pateó a un primo. Nunca fue el mismo.
Me van a disculpar que vuelva a hablar de etimología, pero también resiento que mi nombre, Felipe, signifique amante de los caballos, en tanto se origina del griego Phillipos, que es una conjunción de philo (amor) e hippos (caballo). Mis padres quisieron tentar al destino suponiendo que amaría los caballos, ignorando que al desafiar a fuerzas cósmicas inevitablemente se llega a resultados irónicos. Los trámites para mi cambio de nombre están actualmente en curso.
Es por los motivos anteriores que, si bien me rehúso a comer carne, me he permitido poner esta receta en el libro, con las esperanzas de que alguno de ustedes mate un caballo y lo haga charqui en mi nombre. Quisiera que lo hicieran, pero sinceramente, con ganas. Si va a ser algo triste u traumático para ustedes, entendería que no quieran hacerlo.
Algo así le pasó al famoso Edilberto Paredes. Según cuenta la historia, Edilberto era un famoso bandido que hizo de las suyas en el sur de Chile y Argentina durante el final del siglo XIX. Usando rutas cordilleranas perdidas al saber oficial, Edilberto aparecía y desaparecía como fantasma entre distintos pueblos australes. El experto ladrón robaba a bancos y latifundistas, para luego rápidamente desaparecer entre el blanco y verde de la cordillera.
Era tal su fama que tonadas hablando de sus proezas empezaron a cantarse entre los peones e inquilinos del gran latifundio y hacienda, quienes sentían una mezcla de terror y fascinación por las ignominias a las que el bandido sometía a los patrones de la región. Un aspecto central de las canciones que celebraban la leyenda de Edilberto era su fiel y veloz corcel: Humo Gris. Se cantaba que el fabuloso bandido habría rescatado a su compañero de fechorías apenas de potrillo, cuando le iban a sacrificar por enfermizo. Este acto desinteresado habría cultivado en Humo Gris una fidelidad por Edilberto de aquellas de las que solamente es capaz el inocente corazón de un animal.
Pero la suerte del dúo acabaría. Tras haber robado el banco de un pueblo en Argentina, Edilberto se vio obligado a huir y cruzar la cordillera en medio de una inclemente tormenta. En un escarpado paso entre montañas colindantes, el sendero se había vuelto apenas un rumor bajo los golpes de lluvia y nieve. De pronto un rayo golpeó violentamente la ladera de una de las montañas. Antes de que pudiera siquiera llegar el rugido del trueno, la pared montañosa con sus rocas y arboles se desmoronaba sobre Edilberto. Solo el rápido reaccionar de Humo Gris, que galopó como nunca entre piedras y granizo, le permitió al bandido sobrevivir a aquel estrago de la naturaleza. Acabado el peligro, Edilberto frenó a Humo Gris y miró hacia atrás. Metros de rocas y troncos impedían el regreso a Argentina. Solo quedaba avanzar.
Más adelante, las fuerzas naturales habían borrado todo indicio de camino. Tanteando el terreno solo de memoria, Paredes y Humo Gris se encontraron repentinamente enfrentados a un río desconocido. La única explicación posible era el desborde de otro río, pensó el bandido. Desde la nueva rivera, Edilberto Paredes observó el violento caudal sobre su caballo. Era infranqueable. Edilberto pensó tentar a la suerte e intentar cruzar el río, pero no podía soportar la idea de perder a su fiel caballo. Resignado, el prófugo dio un tirón a la rienda para dar media vuelta.
Sin señal de que el clima mejoraría, Edilberto decidió acampar para aguantar la tormenta. Con algo de suerte, un nuevo sol revelaría el camino que había perdido. Dentro de una carpa que apenas aguantaba la ventisca, Edilberto lamentó haber empacado tan poca comida y empezó a rezarle a la virgen. Mientras repetía padres nuestros y ave marías, Edilberto miraba con arrepentimiento el inútil botín de su último atraco.
Pasaron días. La comida se había acabado y la tormenta no amainaba. La humedad de su ropa ya tenía a Edilberto con una violenta tos. Refugiado en su harapienta tienda, con más dinero que nunca, entre araucarias, líquenes y agua, Edilberto Paredes perdió la conciencia.
En las penumbras de su tienda Edilberto sintió algo familiar, pero que parecía un recuerdo de otra vida: calor. Impulsado por la esperanza, Edilberto volvió a sí mismo y se armó de imposibles fuerzas para asomar su cabeza afuera. El cielo era de un profundo azul, y el sol brillaba blanquecino en la altura andina. Las ramas de los árboles dejaban escapar crujidos bajo el peso de la nieve, que expuesta al calor se hacía lentamente agua, provocando una lluvia con sol que al caer hacía sonar la canción del bosque.
Con un silbido Edilberto llamó a Humo Gris, que pastaba en las cercanías. El bandido acarició a su caballo, y luego se montó sobre él. Sin molestarse en desarmar su pequeño campamento o llevarse el botín de su robo, Edilberto emprendió camino a la civilización. Me gusta pensar que Edilberto supuso que sus plegarias a dios habían sido escuchadas, y que por tanto renunciaría a su vida crimen en pago. Avanzando por los senderos que ahora se revelaban parcialmente bajo la aguanieve, Edilberto soltó las riendas y se dejó llevar por su fiel compañero Humo Gris. Un desesperado relincho despertó al bandido, que apenas lograba mantenerse sobre la montura. El río seguía furioso e impasible. Era imposible cruzar.
Atrapados entre el río y el derrumbe, el hombre y su caballo volvieron al campamento. Hambriento, Edilberto intentó desesperado cazar algo, pero su lamentable estado no le permitía sigilo. Edilberto observó las escarpadas cumbres a su alrededor, pensado si podría escalar alguna. Al segundo día de sol, empezó la fiebre. Edilberto Paredes colapsó en su harapienta carpa.
Pasó más tiempo. Humo Gris se paseaba tranquilo comiendo malezas, y cada tanto volvía a la carpa para cuidar a Edilberto. El bandido yacía hace días ahí, en desvaríos febriles. Sudaba a mares. En breves momentos de conciencia, Edilberto se aferraba aterrado a su revólver, como si con el pudiera ahuyentar a la muerte.
Era de noche. De pronto, el rumor de un puma. En la cabeza de Edilberto Paredes, los sonidos se convertían en nítidas y cruentas imágenes de un puma devorando a Humo Gris. Había sangre por todos lados. Edilberto miró al piso y vio las patas y garras de un puma. Sintió en su boca, ahora las fauces voraces de un felino, el calor y sabor metálico de la sangre fresca. Una profunda hambre le hizo retorcerse. Era humano de nuevo, en su carpa. Afuera escuchaba al puma acercarse. Con sus últimas fuerzas, Edilberto se arrastró a la entrada, y logró ponerse de pie afuera de la carpa. Con el revólver bien apretado, Edilberto intentó escrutar la oscuridad para defender a su caballo. No había más que negrura absoluta, salvo por las titilantes estrellas que ocupaban el cielo. No había puma alguno.
Humo Gris, que cuidaba la carpa, se acercó alegre a Edilberto. Con gentileza, el caballo agachó su cuello y acercó suavemente la cabeza a su jinete. Edilberto acarició a su amigo, compañero de tantas buenas y malas pasadas. Repentinamente las piernas de Edilberto flaquearon, y se tuvo que apoyar en Humo Gris para no caer. Hombre y bestia se abrazaron en la oscuridad y silencio de la noche andina.
“Perdóname” susurró.
De pronto, un disparo. El silencio sepulcral de la montaña se deshizo por un instante, y aves por todo el rededor emprendieron vuelo simultáneamente, sus cantos como gritos y llantos funerarios, sus cuerpos como manchas que tapaban las estrellas.
Humo Gris cayó al suelo muerto. Edilberto Paredes lloró mientras faenaba a su amigo. Bebió su sangre tal puma, y aquello lo repuso un poco. Con su cuchillo sacó trozos de carne. La comió cruda, la asó, la secó. Para emprender el viaje sobre las montañas debía tener provisiones, y el charqui se conservaría excelentemente.
Pero no importó. Apenas una semana después, con el río ya seco, unos arrieros de paso encontraron el campamento. Lo primero que vieron fue la carcasa putrefacta y mordisqueada de un caballo junto a una maltrecha carpa. Aves carroñeras y pumas habían hecho lo suyo. Adentro de la carpa, junto a una pequeña fortuna, tiras de carne colgadas de harapos se secaban.
No muy lejos, yacía sobre la maleza Edilberto Paredes con un tiro en la sien.
Así que de preferencia intenta matar un caballo con el que no tengas una relación muy cercana.
Ingredientes
- Caballo.
- Sal.
Preparación
1. Acércate al caballo. Míralo a los ojos. Ten plena conciencia de la vida que vas a cobrar para comer charqui en vez de comerte una lechuga. Como dije antes, de preferencia debería ser un caballo desconocido, pero si es un caballo que amas y criaste de potrillo, más peso le vas a dar a lo que harás.
2. Acaricia al caballo. Susúrrale palabras dulces. Miéntele, hazle creer que es casi familia, a pesar de que en verdad siempre lo has visto como un objeto, y que ahora será devorado. Mata al caballo cuando menos lo espere.
3. Mira en shock tus manos ensangrentadas y considera tus acciones. Sigue adelante, pues ya es muy tarde.
4. Descuartiza y limpia a tu víctima con la frialdad de un psicópata.
5. Corta tiras de carne, procurando que sean muy delgadas.
6. En un contenedor hermético bien seco, pon una generosa capa de sal. Pon sobre la sal las tiras de carne de forma extendida. Una vez que esté la superficie cubierta, pon una nueva capa de sal sobre la carne. Repite estos pasos con todas las tiras que tengas, cuidando siempre poner una capa de sal entre las capas de carnes.
7. Cierra el contenedor y deja reposar la carne a lo menos un día en el refrigerador.
8. Saca las tiras, sacúdeles el exceso de sal, y límpialas con una toalla de cocina.
9. En una rejilla del horno, cuelga la carne de modo que queden todas separadas unas de otras.
10. Hornéalas a temperatura mínima (ojala no más de 100ºC) por al menos 6 horas. Cada 20 minutos abre la puerta del horno para dejar escapar la humedad. Al final saca la carne y déjala enfriar. Listo.
Nota: Este es un método para una cocina moderna. Tradicionalmente el proceso era más largo, y se secaba la carne al sol. Afortunadamente, esta forma más rápida te dará menos tiempo para cuestionar tus acciones.

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