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Especial COVID-19: Positivo

  • Writer: Felipe Fontana
    Felipe Fontana
  • Nov 22, 2020
  • 4 min read

Updated: Nov 22, 2020





Este día no hay receta, lo lamento. Si prefieren pueden irse ahora, porque voy a desahogarme un poco por un susto que pasé, les pido disculpas por adelantado por usar este espacio para esto. Sé que aquí estrictamente va la comida que preparo con tanto cariño para ustedes, pero la verdad es que tengo que sacarme esto del pecho.


Hace un tiempo me diagnosticaron COVID-19. Honestamente, no sé cómo me dio. He tomado todas las medidas de rigor, no he visto a nadie por meses, y me pido todo por internet. Desinfecto todo en la entrada del departamento y me lavo las manos a cada rato. De hecho, tengo las manos partidas y ásperas de tanto limpiarlas. Y fue todo en vano. De algún modo igual me dio. Sospecho que pudo ser un vecino, o en el pasillo del edificio cuando tengo que sacar la basura.


La orden que me dieron fue encerrarme y sortear la enfermedad aquí, pues los hospitales están colapsados. Solo si me estoy muriendo debo ir a un hospital. Eso implica determinar el punto justo que me permita, a pesar de estar muriendo, llegar sin morir al hospital. Es un acto de equilibrio nada envidiable.


Los primeros días no me sentí tan mal, un poco de fiebre, un poco de tos, pero eso fue pasando. Creía venir de vuelta, realmente haber vencido al bicho, pero a la semana me di cuenta una mañana que no podía oler nada. Asustado, fui a mi despensa y pasé especia por especia. No pude oler el comino, ni la canela, ni la sal negra. Me desesperé y tras dar unas vueltas en la cocina, decidí prepararme un café. Tener la mente más despierta me ayudaría a hallar una solución, pensé. Me serví una taza. No olía a nada, pero bueno, eso era de esperarse. Tomé el primer sorbo. Era raro tener café en la boca sin poder olerlo en lo absoluto, era casi como si no supiera a nada. Entonces me di cuenta: no sabía a nada. Volví a las especias, una por una. Ningún sabor.


Había perdido el olfato y el gusto.


No me siento legitimado para enseñarles a cocinar nada, ni lo que sepa de memoria. No estaría bien. Si fuera a un restaurante y tras elegir el mesero me dijera: “Excelente elección, buen señor, pero sepa que el chef no puede oler ni saborear nada. Bon appétit”, le preguntaría si acaso es una broma. Buscaría las cámaras escondidas en los rincones de la habitación. No se puede trabajar así. Es como quitarle las manos a un pianista, los ojos a un fotógrafo, la arrogancia a un abogado. Es una pesadilla. Cuando terminé de estudiar archivística bibliotecaria, lo hice pretendiendo cocinar nada más. La archivística era mi respaldo, mi plan b, y ahora estaría obligado a ejercerla. Al menos no olería la humedad y polvo de los vetustos volúmenes que custodiaría en bodegas y bibliotecas abandonadas.


Miré por la ventana hacia la calle. Las personas parecían muñecos desde la altura, como si fueran puro artificio. El viaje hacia abajo se hizo aterradoramente tentador. Me quedé un rato así, mirando absorto al vacío. No. Se me pasaría. Es solo temporal. Saqué mi teléfono del bolsillo y me puse a buscar sobre la perdida de olfato y gusto a causa del virus. El primer resultado contaba la historia de un sujeto, ya recuperado del COVID, que seguía sin poder olfatear o saborear nada. Ya iban 6 meses de martirio y los científicos no se explicaban qué le había pasado a aquel pobre hombre. Como suele pasar, me convencí de que yo sería el segundo caso registrado de perdida permanente de estos sentidos. Pero no podía quedarme de brazos cruzados.


Las siguientes dos semanas cociné como nunca. Digo como nunca pues, la verdad, nunca había sido tan libre. Las nociones de aroma y sabor eran cuestión del pasado, estándares a los cuales yo ya no estaba sometido. Había trascendido a la humanidad, y mi cocina se volvería un fenómeno viral. Me volvería una especie de faquir u oráculo perdido, dotado del misticismo propio del renegado. Tendría el carácter mítico del relojero ciego, del pintor descubierto solo tras su muerte, del maestro herrero que dejó de hacer espadas. Sería el chef que nunca ha saboreado su comida y que vive en la cima de un escarpado monte. La gente peregrinaría para que les explique qué es la comida sin sabor, y yo los miraría con desprecio.


“Está todo en la textura” me imaginé diciéndole a un aspirante de la cocina tras rogarme por lecciones, o a la prensa el día que me dieran mi tercera estrella Michelin. “La gastronomía es para mí ahora un arte que tiene que ver solo con el tacto. Para la gente común y corriente, esclavas del olor y el sabor, la consideración de la textura pasa a segundo plano. Es solo un factor más que se conjuga solo al final de una operación donde priman otros elementos. Mi restaurant De Texturas (no hay que darse tantos rodeos) ofrece esta experiencia única al público general. Las secciones del menú no son entradas, carnes, postres, tortas, ensaladas, ni nada de eso. Las secciones de mi menú son: solido, liquido, viscoso, esponjoso, gelatinoso, duro, suave, pegajoso, húmedo, seco. Frío, tibio, caliente.” El sabor probablemente no sería bueno, pero la gente y la crítica entenderían. Sería una revelación.


Pase días enteros en la cocina, afiebrado, preparando lo que serían los platos fuertes de mi revolución culinaria. Perlas de agar con jugo que revientan en tu boca. Zanahoria en 10 formas (cocida, frita, en espuma, en jarabe, asada, deshidratada, sous vide, quemada, cruda, y en jugo). Evaporación de chocolate. Sombra de lechuga. Me dolía mucho la cabeza. Pasé días enteros en cama. Tenía que salir a abrir De Texturas, a comprar las cosas al mercado. Me estaba muriendo, pero no sabía si me estaba muriendo lo suficiente como para ir al hospital.


Un día desperté bañado en sudor frío. Ya no me dolía la cabeza. El terrible olor de mi departamento me despertó de mis desvaríos. El terrible olor. Recuperé mi olfato. Corrí a la cocina y olí todas las especias. Me eché café molido a la boca. Delicioso amargor. Me había salvado.


Supongo que puedo seguir cocinando.




 
 
 

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©2020 Felipe Fuentes Mejías.
Fotografía por Jael Misraji Giordano.

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